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INFORME ESPECIAL: Aguateras de La Apacheta, la vida silenciosa de las mujeres que cuidan un cementerio

Cerca de sesenta mujeres, de edad mayoritariamente avanzada, acuden cada día al Cementerio General La Apacheta, en Arequipa, para ofrecer una botella de agua y cuidar las áreas verdes del camposanto. Entre tanto mármol y nicho, ellas trazan con su labor una red invisible de trabajo: “Agüita, agüita, voluntad nomás”, repiten como un estribillo de vida, con sonrisas que el tiempo no logra borrar.

La historia de una de ellas, Beatriz Machaca, de 64 años, resume ese vínculo profundo con el lugar. Más de 20 años han pasado desde que su comadre la invitó a inscribirse y entrar en ese oficio sin horario fijo, sin un jefe que le diga de cuándo a cuándo trabajar. “Llegué porque una comadre me trajo, y desde entonces aquí me quedé”, dice mientras riega una zona verde del cementerio. No solo vende agua: limpia, cuida las tumbas, las flores secas, los vasos improvisados hechos con botellas de plástico. A cambio, nadie le cobra por trabajar allí: su pago es también la dignidad de mantener un lugar sagrado.

Otra de las guardianas del recinto es Dorotea, que con más de 60 años, entró al trabajo como un plan temporal. Tenía un hijo de apenas un año cuando comenzó, y ahora casi llega a los treinta. “Me quedé 27 años”, recuerda, entre risas y floreros escondidos en la mochila, pues al inicio no les permitían vender esos objetos improvisados porque “parecía mercado”. Sin embargo, la paciencia y la constancia crearon un pequeño espacio propio en medio de las tumbas. Hoy, entre escalones, floreros y visitantes, hacen de su jornada una rutina de paz.

El día comienza temprano desde sus viviendas —como Characato en el caso de Dorotea— y aunque quizá otro trabajo resultara imposible por su edad, ellas vienen. “Aquí ya me conocen todos”, dice con naturalidad Beatriz. Con cada botella de agua que entregan, ofrecen también una palabra, una canción, un gesto de acompañamiento: algunos visitantes piden que les canten. Antes, el cementerio estaba más concurrido; después de la pandemia la afluencia bajó y los ingresos se redujeron drásticamente: si en tiempos buenos podían ganar 30 o 35 soles diarios, hoy apenas alcanzan seis o siete. Aun así no se quejan: “A veces me dan tres soles, a veces un sol. Es la voluntad. Pero con eso hago mis compras, cocino, vivo”, dicen con sencillez.

Pero su labor va más allá del trabajo informal. Ustedes las verán regando las plantas, barriendo tumbas, recogiendo flores secas. Estas mujeres se han vuelto aliadas fundamentales de la administración del cementerio: en recientes campañas de reforestación del recinto participaron más de 60 “aguateras”, junto al personal de mantenimiento, para convertir el cementerio en un espacio más ecológico y vivo. En un recinto que data de 1833 —cuando se inauguró con el entierro del prócer arequipeño Mariano Melgar— y ubicado en el distrito de José Luis Bustamante y Rivero, ellas han tomado una especie de custodia afectiva, como si el lugar las hubiera adoptado.

Lo más valioso quizá es la hermandad que han forjado: se reúnen, celebran cumpleaños, comparten la cotidianidad. “Eso es lo más bonito del trabajo, cuando nos juntamos, compartimos, reímos. Es lo mejor”, afirma Beatriz. A su modo, han convertido un lugar de muerte en un espacio de vida comunitaria donde la vejez no significa aislamiento.

El Cementerio La Apacheta también ha experimentado una transformación ambiental y patrimonial. Más de 200 mil personas están sepultadas allí; en fechas como el 1 de noviembre se espera que decenas de miles de visitantes acudan para honrar a sus muertos. La administración, por su parte, ha reforzado seguridad, limpieza y procesos de compostaje con las aguateras como parte activa.

Entonces, en cada botella que ofrecen, en cada vaso reciclado que improvisan como floreros, en cada rincón que riegan o limpian, estas mujeres están haciendo algo que trasciende: cuidan la memoria de los que ya no están, cuidan su ciudad, cuidan su propia dignidad. El Cementerio La Apacheta no solo es un camposanto, sino un tejido vivo de historia, de compañerismo, de economía informal y de resiliencia femenina. Y ellas, las aguateras, son sus manos, su cuerpo activo, su latido silencioso.

Este informe especial nos muestra que esta labor, no es solo un trabajo marginal, sino también un acto de amor colectivo entre los que quieren mantener un cementerio en un jardín.

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